Algunas veces te preguntas siendo
colombiano, si será posible contemplar la posibilidad de una sociedad donde la
palabra “violencia” no esté tan arraigada al vocabulario coloquial. Donde desde
pequeños, este término tan particular no sea reconocido por su aparición
regular dentro de las conversaciones, sino por la simple necesidad de manejar el
idioma español; que esta palabra aparezca solo
para hablar de otros y no de nuestra nación.
En momentos de pueblos agitados y
grandes desequilibrios, como los que vivimos hoy y que, a decir verdad, no
hemos dejado nunca de vivir, es que la “Violencia” se hace más presente y
contundente, lastimosamente, sin sorprender alma alguna. Un país que ve a sus
hijos crecer prevenidos frente a lo que la realidad les ofrece. Un diario vivir
de paranoia, desencanto, desarraigo y anhelos, no de una mejor nación
colombiana, sino de otra completamente diferente. Y cómo en la vida nada es del todo justo, si
unos viven prevenidos, el resto… bueno el resto simplemente lo vive en carne
propia. Personas que rutinariamente se enfrentan a un universo de violencia
explícita, una violencia que trasciende los periódicos y las discusiones de
cafetería, para convertirse en el pan de cada día que, trágicamente, muchos se
ven obligados a ingerir, porque sin él, ¿Cómo sobreviven?
Esta triste historia que se
repite en todos los rincones del territorio colombiano, es la misma historia
que hoy por hoy azota a las hermosas y proliferas tierra del Catatumbo. Esas
tierras que envueltas en la guerra hacen
pensar que quizás dios no es omnipresente como se cree y que tal vez, por eso
mismo, se ha olvidado de ellas. Esta
región que ha sido escenario de violaciones morales y de derechos humanos hoy
se manifiesta con la agresividad con la que ha sido atacada., Territorio que las
organizaciones subversivas declararon como suyo y que hoy por hoy, es el más claro ejemplo de qué algo anda mal en el país— como si no lo supiéramos
desde hace ya buen rato— y de cómo es necesario llegar a un extremo para poder
percatarnos de que el país se nos sale de las
manos y que finalmente nos quedó grande el vivir juntos “como
hermanos”.
Una zona, cuya historia se ve construida por relatos de la droga, la
sangre y el dolor que deja un conflicto ascendente entre un pueblo atemorizado,
un gobierno disidente y una guerrilla amenazadora, es ahora objeto de una
profunda y reveladora reflexión. Treinta años de violencia y desapariciones
forzosas a causa de intereses económicos, tan poderosos, que llegan incluso a
reemplazar, para algunos, el valor de la vida de unos cuantos—muchos—
inocentes; porque para ser honestos, a
nadie parece importarle el mismo pueblo, sino lo que financieramente este pueda
representar, y en este caso el Catatumbo, no es nada más ni nada menos, que una mina en bruto que la guerrilla supo explotar
y que el Estado arbitrariamente decidió ignorar.
Ahora, tras años de narcotráfico
y de atentados indiscriminados, ha llegado la hora de enfrentar la realidad, y preguntarnos
si no es demasiado tarde, para evitar el colapso de una nación, que cual olla a presión, no
halla la hora de estallar. ¿Qué pasará
ahora que la realidad se nos vino encima? ¿Cómo pensar en un proceso de paz,
cuando una masacre ya es algo cotidiano? ¿Qué puede hacer un gobierno que se
rehúsa a otorgar una zona de despeje, pero que finalmente permite 30 años de control ilegal sobre toda una región, al
grupo subversivo que tanto desea combatir? ¿Y cómo es posible que ese grupo
subversivo pretenda ser visto como el vocero de los indefensos, cuando ellos
mismos se valen de esa vulnerabilidad para quitarles su propiedad y peor aún,
restarles su dignidad? No podemos
entonces pensar en el Catatumbo y el conflicto que allí se vive, como algo
ajeno y pasajero, porque sinceramente no pasa, no ha pasado y no ha de pasar,
no hasta que nos demos cuenta que si bien hoy es solo una región la que grita
por clemencia, mañana será todo un país el que clame por piedad, de ese dios
que parece haberse olvidado de esta pequeña porción de la tan grande y rica,
América Latina.